copio:
Estoy harto, harto y asqueado de la mala baba y de la estupidez de muchos de mis congéneres, cansado de escuchar sus argumentos envenenados y de responder a preguntas que en el fondo no buscan una respuesta, pues sea cual sea ésta va a dar lo mismo desde el momento en que esa aparente curiosidad es en realidad una trampa zafia y previsible por lo manida, ya que ni imaginación tienen y razones coherentes a las que asirse, menos todavía.
Pocos son los días en los que alguien, - afirmando o preguntando, eso no tiene importancia cuando se rehuye el debate congruente y únicamente se busca destruir al interlocutor – no trata de hacerme ver que mi actitud por la defensa de los animales luchando en la medida de mis tan limitadas posibilidades contra su maltrato, lo que esconde es un profundo desinterés y hasta desprecio por los numerosos padecimientos del ser humano.
Esa que acabo de citar es su conclusión más habitual y generalizada, lo que no impide que otros decidan ir más allá y a la torticera argumentación anterior le añadan un nuevo ingrediente que deben creer producto de su sagacidad, cuando lo cierto es que ha sido parido por la ruindad que dicta sus pensamientos y sus actos. Así, a los llamados “animalistas”, nos acusan de que cuanto hacemos es por un fin lucrativo y que si bien puede no ser personal, sí responde al afán de enriquecimiento de las asociaciones que ellos identifican con sectas, a base de unas supuestas subvenciones y no sé que otras exóticas partidas económicas.
He de confesar que antes me molestaba en responder a estos ataques, ahora lo hago cada vez con menor frecuencia porque me he dado cuenta que es un esfuerzo inútil. No quieren saber porque no les interesa conocer la verdad, y es que admitirla implica que se venga abajo ese entramado siniestro en el que sustentan su justificación de la crueldad con los animales. Su insistencia no trata más que de desvirtuar una lucha que no les conviene y el ímpetu con el que esparcen tales deyecciones nacidas de su egoísmo, crece a medida que aumenta el número de voces que gritan contra la brutalidad ejercida sobre esas criaturas. La información es uno de sus peores enemigos, por eso son tan partidarios del oscurantismo y recurren con tal asiduidad a la mentira.
Y como a fuerza de repetida esta sucia estrategia de la que se valen ha llegado a repugnarme, la consecuencia ha sido que me replantee mi consideración no acerca del ser humano en general, sino de estos sujetos mediocres empeñados en disimular su absoluta falta de sensibilidad y de compasión, a través de una crítica feroz a los que sí están comprometidos con cualquier tipo de acción solidaria para erradicar de la Sociedad el maltrato, el abuso y las violaciones sobre aquellos que por diferentes motivos, están en una situación sangrante de debilidad o de desamparo.
Estos hombres y mujeres, cuya conducta es un ejemplo de vileza y de individualismo constante, han provocado en mí un hastío infinito y han motivado que reflexione sobre la importancia que su existencia me merece, cuando lo lógico habría sido no convertir el bien de unos en el mal de otros, pero son ellos, con su continua y torpe diatriba hacia los movimientos animalistas, los responsables de que entre en este juego absurdo y de que sienta la necesidad de contestar a sus ponzoñosos requerimiento para, probablemente, a partir de ahora no volver a prestarme a sus ruines manejos y dedicar todo mi esfuerzo a colaborar en la protección de algunos de los que realmente lo necesitan.
Yo trato de divulgar las bestialidades que se cometen con perros, cerdos, toros, monos o zorros, por citar unos pocos de una lista casi interminable, pero que me atormente de tal modo su espantosa suerte, no quiere decir que no sea consciente y no me afecte el extremo padecimiento de muchos hombres, por lo que manifiesto mi admiración hacia aquellos que luchan por denunciar y mitigar la angustia humana. Sin embargo hay algo que tengo muy claro: los que nos lanzan acusaciones de desdén hacia el sufrimiento de las personas por el hecho de centrarnos en el de los animales, son los mismos que jamás utilizan una mínima parte de su tiempo en la defensa de alguien que no sean ellos mismos, se llame la víctima Abderrahim, Yolanda, “Toby” o “Valentón”.
Es por eso que si he de elegir mis dudas son cada vez menores, y como con el tiempo voy creyendo menos en la universalidad e independencia de la justicia humana, así como en su intención de lograr el bien común por medio de la ética, la equidad y la honestidad, me queda el escaso recurso de confiar en que a veces, el azar cumpla la función que le correspondería a los seres racionales. No creo en el castigo físico como condena impuesta a una acción por inmunda que ésta sea, pues eso equipara al convicto y al juez, pero cuando es el destino quien interviene e impide la comisión de una atrocidad, no puedo menos que sentirme aliviado. Pongo algunos ejemplos.
Si un individuo está manipulando un explosivo con la intención de acabar con la vida de los pasajeros de un tren y el artefacto le revienta en las manos, lo prefiero antes de que mueran inocentes. Si alguien pretende quemar un bosque y se prende con la gasolina en el intento, escojo esta opción en vez de que alcance su propósito de arrasar un ecosistema. O si una persona desea arrojar vertidos contaminantes al mar y al ir a hacerlo resbala y se cae al agua, pues pienso que es lo mejor aunque no sepa nadar, pues se evita el que acabe con innumerables vidas y dañe gravemente el medio marino. No admitiría jamás que tal criminal – ni ninguno - fuese ejecutado y ni tan siquiera que recibiese la menor agresión, pero cuando es la casualidad quien imposibilita su crimen, me siento reconfortado. ¿Hipocresía?, no, es por una parte la necesidad de no identificar al hombre con un ejecutor porque de voluntades humanas todos dependemos y si la muerte o la represión física se convierten en herramientas del poder, lo único que nos queda es un sistema degenerado y despiadado, y por otra es el deseo de que no se imponga la maldad.
Les invito a que recapaciten en lo anterior y a que piensen qué es lo que elegirían ustedes. Y después, a que hagan lo mismo con un último caso en el que también el azar puede cambiar los acontecimientos. Qué es lo que escogen, ¿qué un matador torture y asesine a cientos de toros durante su vida, o que sea alcanzado en una cogida que le imposibilite seguir dedicándose profesionalmente a infligir sufrimiento a animales y a provocar su muerte?.
Me quedo con la cornada y no me siento un miserable por confesarlo. Porque estoy harto de la supuesta supremacía del hombre cuando tras de esta se esconde la justificación de crímenes cometidos sobre especies “inferiores”. Cualquier víctima, sea la que sea, me merece mayor valoración y consideración que su verdugo. Muchos rechazarán que emplee los términos “tortura” y “asesinato” al referirme a una corrida de toros, e igualmente podría estar hablando del Toro Alanceado de Tordesillas, de la caza de focas o del desollado de visones, la situación es muy similar, pero lo hago porque la acepción académica de un vocablo o su connotación legal, no es más que una fórmula pactada pero en todo caso, martirizar y matar a un animal es torturarlo y asesinarlo si atendemos a los efectos de la acción, aunque algunos lo denominen “tradición”, “cultura”, “arte” o simplemente, “negocio”.
Y repito, no me siento avergonzado por mi forma de pensar y por decirlo. Y es que ya está bien, resulta aberrante el que tengamos que ser los que expresamos nuestro rechazo absoluto a la tortura de animales, los que una vez tras otra hayamos de argumentar nuestra postura y seamos objeto de acusaciones por parte de los que pretenden perpetuar tales depravaciones. Está claro que la fuerza de su posición mezquina les viene otorgada por el apoyo que reciben en sus actuaciones por parte del Estado. Pero la historia ha demostrado en innumerables ocasiones cómo las leyes elaboradas por los hombres han sido a menudo nefastas, y no hay articulado que dignifique una perversión, ni fontanero, comerciante, periodista, cantante, ministro o monarca que pueda convencerme de sus bondades, ni ellos, ni tampoco su declaración institucional como “bien de interés general” o que esté respaldada por algún pérfido Patronato.
Y porque el hombre me duele, seguiré defendiendo a los animales. Transigir con su maltrato, además de hacernos cómplices en el origen de su sufrimiento, indica una intolerable desconsideración hacia el ser humano, ya que estamos permitiendo que el despotismo y la impiedad formen parte de su bagaje y por lo tanto, contribuyendo a su salvajismo, ignorancia y degradación. ¿Quién es, por lo tanto, el que realmente desprecia al género humano?.
Julio Ortega Fraile
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